Después de muchos meses de silencio y largas noches de planificación, cuando anunciamos que estábamos emprendiendo este viaje tuvimos todo tipo de reacciones.
Algunos, los más cercanos, se alegraron por nosotros y nos trataron de asesorar en todo lo que pudieron. Estuvieron y están ahí, día a día, sosteniéndonos a miles de kilómetros de distancia, callando que nos extrañan y poniendo sus mejores caras.
Otros, de diferentes círculos sociales, se mostraron más cautelosos. Pero también están presenten y nos esperan, nos preguntan y dejan que nuestro viaje se vaya haciendo, paso a paso, con nuestras propias experiencias.
Pero también hubo varios que ante la noticia imaginaron no se qué paraíso que anhelan sus mentes y proyectan en uno cosas que no existen. Muchos sabrán que es difícil lidiar con la imaginación de los demás. Más aún cuando hay días que distan mucho de habitar el paraíso y los demás piensan que estás pelando cocos todo el día.
Como no me canso de decir, generalizando un poco, al parecer existen dos Brasil: el de las playas y el de las ciudades, el idílico y el brutalmente real, el extremadamente rico y el dolorosamente pobre. Así como también dos tipos de brasileros: el que te lleva por delante, es asquerosamente soberbio, te mira desde arriba y te tira su auto en las calles, o el que grita por todo, sin tener demasiados motivos, pero que te sonríe cuando te ve llegar, trata de ayudarte y hasta se aprende algunas palabras en español y te las dedica para que te sientas más en casa.
Mientras tanto, acá estamos, casi al final de este camino, contando las horas, entre Argentina y Brasil, entre los distintos imaginarios, con un pie en cada lado y aprendiendo de cada cosa.
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